domingo, 10 de marzo de 2013




Se llama Rubén, lleva sonotone en el oído derecho y el ojo izquierdo lo mueve blanco y vacío, lo perdió de un golpe de guerra. Tuvo suerte, se lo dijo el doctor Belmonte, la visión de un ojo se la pasó al otro. Y así va, sin querer recordar la nochebuena que atacaron a los nacionales en Teruel, con tanta nieve que algunos se calzaron zancos. A los espías, esa noche, los pillaron durmiendo. Pero los aviones alemanes volaban bajo y los ametrallaban. ¡Cuánto muerto, no quiero recordarlo!. Tenía entonces diecinueve años. Los piojos parecían cucarachas y nos pasábamos cuatro días sin probar bocado. Al final, comíamos carne de caballo cruda, sin encender fuego para evitar que nos bombardearan.  "Las ruedas" las conserva bien y todas las mañanas camina dando vueltas al barrio, cerca de donde trabajan sus hijos aunque, en ocasiones, se le olvida la profesión  que ejercen, descansa porque sí sabe que están bien colocados.

airoso marzo,
aventuras de guerra
en el llano.

Rubén, se ríe para terminar las frases y pensar. Bromea con su nombre. Dice que le llaman Rubén Darío, como a un gran poeta, y que su padre también escribía mucho, tanto como su hermano, que fue capitán de la guardia civil en Bilbao. Él lo colocó en una azucarera, allí dejó de pasar hambre. Bilbao por la noche, con los altos hornos, parecía que ardía. Pero la guerra sí que fue mala, ya quedan pocos de aquellos, y él sigue sin creérselo, después de todo lo que pasó y que vaya así de bien con noventa y siete años. Adiós y espero volver a verte y que sigamos igual de salud. Adiós Rubén.

domingo, 3 de marzo de 2013




Por entonces se caminaba por en medio de "las carrilás" para que no se desgastaran las suelas de cáñamo con el ladrillo de las aceras, la moda vestía con piezas nuevas en pantalones ajados y San Simplicio se honraba, mal que le pese a mi padre, el dos de marzo.  Por entonces,  los abuelillos  cumplían más de cien años con dieta de mojicones, para la mañana y, de dos huevos calentados en el amor del hornillo para el sueño. Y podían pisar - entre regañinas - la escalera de mármol recién fregada antes de encaminarse, cada día, a la homilía empinada de El Salvador. 

ochenta y siete,
mirando el calendario
en San Simplicio.

Los carros cruzaban sin molestar mientras los críos jugaban a las bolas y la vida no guardaba lagunas en los recuerdos. 
Entonces, el futuro olía a pan y madrugadas.