martes, 24 de junio de 2014


Ando por la calle del Ángel, aprovecho diez minutos del tiempo destinado al desayuno en comprar unas naranjas para prepararme al mediodía una  ensalada de verano. Y vuelvo a estar sentado delante del público, repitiendo respuestas que, a fuerza de oír las mismas preguntas, son las únicas que espero. Entre los consecutivos  número 216 y el 413 (cosas de mi trabajo) recuerdo los diez minutos paseados.  (Recordar es volver a pasar los sucedido por el corazón).
He visto una viejecilla empujando, su vacía silla de ruedas mientras le daba el sol en los ojos claros y charlaba muy lentamente  con su acompañante- una sudamericana entradita en hambres- . En la esquina con la calle Ávila,tres gitanos jóvenes ocupan la acera con varias cajas de ajos exentos de iva y medidas, un hombre se para y mira, mira solo para pensar y sigue. La frutería a la que voy enseña, un paso más allá de ella misma, los melocotones y las cerezas, dentro, una señora con su niña y su marido ajeno terminan la compra con un pimiento mitad verde mitad rojo. Y vuelvo, y veo fumar en la ventana a un hombre, mayor y simpático, que le dicen "gorila" porque llama él así a todo el mundo. Me contó, en un café, que en su piso guarda a su nieto que porta una enfermedad de las que le obliga a rezar, soñar, luchar, mendigar y llevar camisetas.
La silla de ruedas ahora va más rápida y silente. El ceda el paso de Cristobal Lozano es solo una posibilidad. Alguien, aparcado en la zona azul lucha con la nueva máquina expendedora de tiques.
Se sienta el 413 y me da tiempo a pensar antes de repetirme. ¿Por qué recuerdo esos diez minutos?

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