jueves, 23 de mayo de 2024

Me han dicho I



 El viernes terminamos la jornada cansados, las últimas semanas hemos sentido la presión de la pandemia. Contraje el covid en su forma leve: fiebre ligera - 38 grados constantes -, cansancio en las piernas,  dolor fortísimo de espalda a la altura de los omóplatos y acojone generalizado. 

Por el teléfono de emergencias, una pitonisa  de la Junta de Comunidades de Castilla-La Mancha me dijo que podía ser cualquier otra enfermedad o virus.  Dos meses  más tarde, con  un test en un chiringuito playero, confirmé el positivo del virus y cambié de pitonisa.

Tras el confinamiento volvimos a abrir la tienda en La Roda, pero manteniendo mayor control en la cantidad de gente que atendíamos. La tienda se llama "Pinturas la Fonda".

 En la tienda somos cuatro, todo hombres, que rondamos desde los cincuenta y nueve (ese soy yo) a los cuarenta  y cinco. Nos llevamos bien, pero por el motivo que sea, no hemos dado el salto hasta ser amigos. Alguna vez nos tomamos una cerveza juntos al salir de trabajar - menos Ignacio, el más joven, que no bebe-. En fin, sabemos poco de nuestras vidas íntimas y así nos va bien. Los otros compañeros son: Vicente, el mayor; Pedro, el más perfeccionista.

Ese mismo viernes, a eso de las diez de la noche, me encontraba con Llanos - mi mujer -, J. Colina (todo el mundo lo llama Jota) , Oli y mi hija Carmen.  Jota y Olivia son  unos amigos comunes -  (comunes me refiero a que son de los dos, de Llanos y míos, no comunes de normales y vulgares, ellos son excepcionales)-   mi hija Carmen también es excepcional.

Nos encontrábamos en una mesa en la terraza del El Cobalto y, en un momento afortunado de silencio y trago, oí una conversación en la mesa de al lado. 

- En La Roda ha habido un asesinato,  un tal Lázaro, un tío alto, ha matado a un amigo, lo ha apuñalado con un cuchillo de la cocina. Me lo ha dicho uno de mi  trabajo que sus padres son de allí.

Inmediatamente, con el corazón saturado de sangre y posibilidades, se lo murmuro a Llanos.

Aclaro que mi compañero  Ignacio se apellida Lázaro Saavedra y mide alrededor de 1,90.

 Pego nuevamente el oído a la conversación de los de al lado, pero no escucho nada, miro con mal disimulo y solamente veo un euro de  propina en el plato. Posiblemente sean ellos los que se alejan cuesta arriba, en dirección al mercado de  Carretas.

 Le comento a Llanos la conversación recién hurtada y  la posibilidad de que sea mi compañero Lázaro  el asesino y que, tal vez,  podría haber asesinado a Vicente o a Pedro. A mí no, claro.

Carmen, que es muy observadora, me dice:

- Oye papi, ¿qué te pasa?, estás pálido. 

 Les cuento a todos, con voz temblorosa y seca, lo sucedido.  Cada uno opina a su entender, sin que ninguno entienda mucho en estos momentos. Nos habíamos bebido ya varias copas para compensar la sed del tiempo perdido en el confinamiento. Aunque íbamos los cinco con suficiente control para vivir y pagar, no lo era para superar un examen psicotécnico.

El caso es que alguien sugirió que lo llamara con cualquier excusa, pero otro alguien me dijo que se me notaba la lengua trapuda, que lo dejara para mañana, otro me dijo que pusiera un wasap  que ahí no se notaba. Asentimos los cinco y entre todos, construimos una frase inteligible que al final envié a mi compañero Vicente,

¿Por qué a Vicente?  Ni idea, así sucedió.


Seguirá ...

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