sábado, 12 de mayo de 2012





Se baten dos huevos, azúcar - la que admita - dos cucharadas pequeñas de café, un puñado de almendras y un chorreón de coñac,  cuatro tasas de harina, unas ralladuras de limón... Esa es la manera de escribir de las buenas cocineras, pero es desesperante para los malos hijos que solamente se dedicaron a comer y halagar con besos pegajosos de niñez y, ahora, necesitan medidas de sistema métrico decimal para andar en la cocina.
El tiempo pasa más deprisa, y luego hay cosas que parecen eternas, pero que tienen fin.
Mientras leía el cuaderno de recetas de mi madre, con las manos manchadas y el delantal ajustado, recordaba el sabor de todos los dulces de los que había disfrutado: torrijas, arroz con leche, migas de niño, natillas, rolletes de carrete, tarta de galletas y leche frita.
Vuelvo a a leer el cuaderno, veo notas sobre notas y escrituras de distintas manos, - tal vez mi abuela le corrigió a mi madre.
Miro el horno, huele bien, posiblemente he acertado. Saco el recipiente y lo encuentro tostado de más, no ha subido hasta arriba como debe ser, pero no tiene mala pinta, cuando lo saco del recipiente y lo vuelco sobre la fuente lo destrozo, sigue oliendo bien, lo pruebo. No es como entonces. Solo puedo hacer una cosa. Llamo por teléfono. -Mamá, el domingo voy a casa a que me enseñes a hacer tu bizcocho.






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