Aún recostada en el sillón orejero, y
con los ojos medio cerrados, mi madre sueña con su tijereteo sentado.
Posterga el despertar; se regocija en
el horizonte de la siesta en esos instantes fronterizos de ensueños y mundo; en
unos segundos duda la realidad.
Intenta esbozar - de oído - la escena
que la rodea. No se escucha casi nada. Solo el viento que empuja inútilmente a
la ventana y a la tarde.
Se incorpora y deja el amodorramiento
para asegurarse del paisaje.
Enseguida reanuda el frufrú metálico de
las agujas y va urdiendo punto a punto, con maña del doble cero, el regalo. Le
está haciendo un babero, en rosa chicle, a la nieta de su amiga Dori.
Los rayos de la tarde de abril se
reflejan sobre el rosario corto - de un solo misterio - que cuelga del brazo
apagado de la lámpara de pie y, en carambola lumínica, también brilla una
copita de licor de la vitrina que compraron sus padres - ¡hace tanto! - con
sacrificio y tiempo.
Los visillos blancos, esclarecidos con
figuras de tulipanes biselados filtran, en vaivén, la centelleante puesta de
sol.
A la derecha de la caja de la costura,
el alzapaños dorado recoge unas cortinas, también blancas, con lágrimas
anaranjadas y malvas que disimulan el espacio exento de la pared.
Con brusquedad suena el teléfono: los
de Vodafone interrumpen la puesta de sol, pero es por poco tiempo, solo
farfullo una falsa disculpa en seco, sin escuchar.
Y sigue la vida.
Otro corte de hilo, un cambio de
madeja, ahora un rosa coral para darle un toque marino, dos puntos más, un
relevo de agujas, un corte…
tarde de abril,
en la mesa camilla
hebras rosas.
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